Por: Camila González Plata
Sentados en la plaza central,
sobre unas bancas de madera frente a la
iglesia, discutían el juez y el notario sobre su siguiente víctima. Ambos, habían
visto en los periódicos los estragos que estaba causando “la peste” en los
pueblos vecinos, por lo que decidieron disecar pequeñas bolitas de carne
envenenadas, y durante las dos últimas semanas, habían matado a más de treinta y
siete sin que nadie se enterara de quién había sido.
La siguiente víctima pasó frente
a ellos: su nombre era Lola, tenía pelo negro, ojos saltones, falda de colores
y un collar rojo. Caminaba junto a la maestra del pueblo, con un paso saltarín
como si flotara. La maestra los saludó y habló de su preocupación por la peste, las muertes y Lola; ambos la intentaban calmar mientras que
Lola se escondía tras ella.
Esa noche, mientras que
todos dormían, el juez tocó, con las bolitas de carne en el carriel, quedamente
a la puerta de la maestra. Lola se asomó por el orillo de la puerta, el juez le
tiró una bolita de carne, y ese día en Giraldo ya nadie más se preocupó ni por muertes, ni por peste. El último perro
había muerto.
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