Por: Camila González Plata
Me levanto a las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana,
estoy perdida y desorientada, coloco el pie derecho en el suelo porque es
cuestión de suerte, luego el otro encima de una sandalia, porque me da miedo
neutralizar la suerte ganada con el primer pie, luego a éste primero también le
pongo la sandalia. Me paro y tambaleo, por un instante pierdo los reflejos y el
equilibrio, me dejo caer de nuevo sobre la cama, estiro uno a uno los músculos
para recuperar la precisión del caminar, abro bien los ojos y me levanto de
nuevo; camino tres pasos hasta el encendedor de la luz, mientras me rasco los
ojos para entrar por fin a la escena.
Enciendo la luz y todo parece comenzar: cojo una toalla café
de cuadros blancos y bordes dorados, la pongo en mi hombro derecho; abro la
puerta de la habitación que aún tiene seguro, miro hacia afuera y todo está
claro pero de alguna manera oscuro, me incorporo con dos pasos, miro hacia la
habitación de en frente y no veo nada, luego miro hacia la habitación de mi lado derecho y se ve el reflejo
de la luz traspasando la puerta
corrediza de vidrio como si quisiera entrar en la cama. Aún la luz es pálida.
Dos pasos más y estoy dentro del baño, pongo la toalla sobre el tocador y me
miro en el espejo, de vez en cuando me cojo el pelo con un cholo rosado que
siempre llevo en mi muñeca para no mojarlo, pero ésta vez es tiempo de gastar
el shampoo.
La rutina de siempre en el baño, luego salgo y encuentro que
el vapor ya se ha posicionado del espejo; ya no me puedo ver, sólo me seco el
cabello y la cara primero, luego el resto del cuerpo. Abro la puerta del baño,
de nuevo miro hacia afuera, ahora todo está más nítido. Doy cuatro pasos y de
nuevo estoy en mi cuarto: miro el reloj y son las cinco en punto; apenas hay
tiempo de vestirse, peinarse y desayunar. Lo hago todo con paciencia y sin
pensar en nada, tampoco enciendo la radio porque me perturban las noticias de
la mañana, tampoco escucho música porque siento el agite de mis movimientos al
ritmo de la canción; el televisor está en otra habitación de manera que nunca
he prescindido de él.
Al salir de mi casa comienzo a caminar, nunca me fijo en
nada excepto en los señores viejos de la cafetería con barrotes rojos que queda frente al semáforo donde siempre cruzo. Esa gente siempre está despierta desde
antes que yo. Una vez uno de ellos cruzó conmigo, me dijo que era
madrugadora y que eso era bueno, le dije que no tanto porque seguía con sueño,
se rió y me dijo que cuando quisiera tomara un café o desayunara con él, me
pareció curioso que invitara a una desconocida, y asentí con la cabeza sin
decirle nada, después mientras nos despedíamos me dijo: “yo ya no duermo”.
Me quedé un poco fría, por un momento pensé que quizá estaba
enfermo y que por eso no podía conciliar el sueño, luego, más tarde, me sorprendió
la idea de que quizá estaba esperando la muerte con ansias. No parecía un
anciano decrepito, ni tampoco alguien quejumbroso, además el hecho de que
hubiese invitado a una desconocida daba paso a una idea como esa. Él, pensé, esperaba a la muerte con ansias porque a esa edad ya no es prudente dormir, ya no es necesario cerrar los ojos e imaginar el “algún
día”, ya no es necesario acostarse para levantarse y tener miedo de que todo siga igual;
sospecho que a esa edad yo sí le tendré temor a morir, le tendré temor a la
muerte por algún motivo que aún no sé.
Al día siguiente me levanté más temprano, tenía más tiempo y cuando crucé por la misma parte en dirección a la
cafetería, allí lo encontré, me saludó y desayunamos…